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Día del Investigador Científico, se picó el festejo

Punto Panorámico

11 de abril de 2021

Ayer, 10 de abril, se conmemoró el día del investigador científico en honor al nacimiento de Bernardo Houssay, el primer premio Nobel de Argentina y Latinoamérica en ciencias (concretamente, en Medicina). Bernardo fue, además, responsable de fomentar la cultura científica en el país y apoyar la carrera de otros notables investigadores como, por ejemplo, Federico Leloir, su discípulo y segundo Nobel de Medicina en Argentina.

Houssay fue también un acérrimo antiperonista, reconocido por su activismo a nivel nacional y, sobre todo, internacional. Esto viene a cuento, no para señalar las ideologías políticas por puro gusto, sino porque en la década que duró el gobierno peronista de 1946 a 1955, la grieta que dividió a la sociedad argentina también partió a la ciencia en dos y la disputa de fondo todavía está vigente.

Durante los dos primeros mandatos peronistas la ciencia ocupó un lugar central como herramienta para alcanzar objetivos nacionales más amplios – como independencia económica y soberanía nacional-. Entonces, por ejemplo, mientras se financiaba la investigación científica nuclear y se promovía la formación de recursos humanos especializados, se generaban también las condiciones para crear un sector industrial capaz de sostenerse, de avanzar hacia el autoabastecimiento -a través de la sustitución de importaciones- e, incluso, de llegar a exportar reactores nucleares y know how (para saber más escuchá el episodio de Energía Nuclear de Divagaciones Científicas)

Como contracara, el modelo de Houssay -que ponía la cara, pero no era el único que pensaba así- proponía una ciencia “libre”, marcada por la voluntad de lxs científicxs. Por eso acusaba al gobierno nacional de atentar contra esta libertad, desde sendos manifiestos publicados en prestigiosas revistas internacionales, bancadas por establishment estadounidense, que tampoco miraba con simpatía lo que ocurría en su patio trasero.
Antes de seguir, una acotación. Ya se sabe que la teoría liberal -en sus diferentes versiones- suele esconder cómo operan los mecanismos de poder, y esta mentada libertad no es la excepción. En la práctica, tiene que prestar atención a lo que marcan las agendas de la ciencia universal -o sea, la de los países centrales- y los organismos internacionales que financian ciertas líneas de investigación y no otras. Hay también otros factores que pueden llegar a reorientar la vocación, como la influencia de grupos científicos ya consolidados -sobre todo, en los países centrales- que allana bastante el camino hacia una carrera exitosa.

Pero volviendo a nuestra historia, a partir de la “Revolución Libertadora” -otra vez, la libertad…- se dieron de baja todas las instituciones científicas del peronismo y se crearon otras, siguiendo el modelo propuesto por Houssay. Así, el CONICET, columna vertebral del sistema de ciencia y técnica del país -cuyo primer presidente sería, como corresponde, el propio Bernardo-, promovió una academia desconectada de los objetivos nacionales y atenta a las tendencias “universales”.

Este modelo sigue prevaleciendo en la actualidad, aunque con algunos matices. En particular, entre 2003 y 2015 se identificaron áreas prioritarias para contribuir al desarrollo nacional, se fomentaron las investigaciones en la materia y se crearon -o fortalecieron- carreras universitarias afines, al tiempo que se dio impulso a sectores productivos relacionados. Uno de los ejemplos más sobresalientes fue el de la tecnología aeroespacial y la creación de ARSAT.
Sin embargo, durante el macrismo -otra vez la grieta- la ya escueta inversión en ciencia, que era del 0,35%, tocó fondo con un 0,25% del PBI y se desmanteló el desarrollo de sectores prioritarios que se venía construyendo. Nuevamente, la tecnología aeroespacial y ARSAT fueron muestras tristemente célebres: pasaron de colocar a Argentina entre los ocho países capaces de fabricar satélites geoestacionarios a colocar fibra óptica para que usufructúen empresas amigas.

Hoy el gobierno nacional muestra algunas señales -no sólo discursivas- de que la ciencia es fundamental para el desarrollo del país y empieza a reconstruir lentamente todo el andamiaje. Más allá de lo discursivo, en febrero de este año, sancionó la Ley de Financiamiento del Sistema Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación (Ley 27614) que proyecta un crecimiento en el porcentaje del producto bruto nacional destinado a ciencia, hasta alcanzar un 1% en 2032, una proporción similar a la de los países desarrollados.

Pero, ¿es suficiente invertir más plata? ¿Siempre la ciencia se traduce en desarrollo? Todos estamos de acuerdo con que el conocimiento es un valor a defender, pero lo real es que Argentina es un país con escasos recursos económicos y hacer ciencia es caro, muy caro. Entonces, como nos pasa a muchos de nosotros cuando administramos nuestros magros ingresos mensuales, hay que elegir cuidadosamente en qué se va a invertir el dinero disponible.

Gran parte de las investigaciones, elegidas libremente por lxs científicxs, generan conocimientos básicos que están en el origen de muchos fenómenos, pero que, a pesar de ser muy importantes para el avance de la ciencia, no necesariamente aportan al desarrollo del país. En general, estas investigaciones son continuadas por laboratorios, públicos o privados, radicados en países centrales -principalmente, Estados Unidos, España, Gran Bretaña y China- que tienen muchos más recursos para lograr resultados rápidamente. Es que billetera mata galán y, también, mata cerebro.O sea que hace falta algo más para que la ciencia que se genera -o, en realidad, parte de ella- se traduzca en algún beneficio para la sociedad. Muchos sostienen que esto es prácticamente imposible sin inversión privada, que en Argentina es efectivamente muy baja. Justamente, la ley de Economía del Conocimiento (Ley 27.570), promulgada en octubre de 2020, apunta a fortalecer esta inversión, tanto en la aplicación de conocimientos científicos y técnicos, como en la investigación y desarrollo, dentro de determinadas áreas identificadas como estratégicas por el Estado.

Así, la ciencia libre deberá negociar, ya no sólo con las revistas internacionales, los intereses académicos de los países centrales y los organismos de financiamiento, sino también con lo que la industria empiece a traccionar con su inversión, a partir de las prioridades fijadas por el Estado.
Está bien, pero ¿el mercado es el único contrapunto que debería tener la libertad científica? Más aún, ¿esto garantiza que la ciencia vaya de la mano de lo que la sociedad necesita? Parece claro que se queda corto, el desarrollo de un país no puede ser sólo económico. De hecho algunos de los temas reconocidos como estratégicos por el sistema científico abarcan cuestiones que no tienen que ver con lo económico, pero esto no inclina la balanza: son minoría y no se refuerzan con otras medidas extra-académicas, como sí ocurre con el sector productivo.
El desafío -que aún no aparece en los debates de las políticas públicas- parece ser cómo generar una ciencia que pueda atender a los intereses de la comunidad científica, a los objetivos nacionales y a las necesidades del desarrollo económico y productivo, pero también a problemas y necesidades planteados por la sociedad -y no por científicos, políticos o empresarios que dicen hablar en su nombre-.

Acá surge otro problema, grave: la sociedad argentina ¿está en condiciones de discutir, problematizar y proponer qué ciencia necesita? La respuesta es obvia: no. No sabemos qué se estudia en Argentina o porqué se lo estudia, mucho menos qué se podría estudiar y tampoco existen canales para que, en caso que tengamos algo para aportar, podamos hacerlo. Y esto no es una carga contra el público, es una falla del sistema científico que no cuenta qué hace y también, como no puede ser de otra manera, de los medios de comunicación que no sólo cuentan poco sino que, además, cuentan mal y lo usan para sus luchas políticas.

Entonces, así como es imposible construir, con el sistema de medios actual, una democracia real, donde el sector político pueda enfrentarse a los poderes fácticos que nadie votó; se hace evidente que tampoco es posible pensar, no sólo en una democratización del conocimiento sino, fundamentalmente, en una ciencia democrática, orientada al desarrollo -en un sentido amplio- del país, si antes no se modifican las relaciones de producción de la información y no se considera a la comunicación como un derecho y una pieza imprescindible del sistema científico nacional.

 

Mariela López Cordero

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