En los últimos días se llevó a cabo un hecho inédito en la historia de nuestro país: se juzgaron crímenes de lesa humanidad cometidos contra pueblos originarios hace casi un siglo, en el marco de un Juicio por la Verdad.
El hecho juzgado es la Masacre de Napalpí, ocurrido el 19 de julio de 1924 en el por entonces Territorio Nacional de Chaco. El juicio era esperado por las comunidades damnificadas, la Qom y la Mocoví. Como antecedente, en el año 2004 se había intentado una demanda civil, rechazada por la Procuración del Tesoro de la Nación.
Desde el 2014, el fiscal federal ad hoc en Causas de Lesa Humanidad Diego Vigay llevó adelante una investigación en la que recabó numerosos datos y testimonios. Luego de más de cuatro años de investigación la causa recayó en la Jueza Federal de Resistencia Zunilda Niremperger en el año 2018, quien decidió llevar adelante el juicio, que comenzó el 19 de abril de 2022 y tuvo sentencia el 19 de mayo pasado.
En el juicio se asumió la criminalidad del hecho y la jueza Niremperger redactó lo siguiente: “Declarar como hecho probado que existió responsabilidad del Estado Nacional Argentino en la planificación, ejecución y encubrimiento en la comisión del delito”. En el marco de estos hechos, vamos a realiza un recorrido por las particularidades de esta masacre, los discursos y los dispositivos represivos utilizados.
Como plantean los investigadores Luciana Mignoli y Marcelo Musante en su artículo “Los cuervos no volaron una semana” el origen de todo este proceso puede datarse en la expansión de las fronteras del Estado-Nación en el territorio chaqueño a costa de los pueblos originarios, las llamadas campañas del “Desierto Verde” que comenzarían alrededor de 1884 finalizando recién en el año 1938.
De esas campañas militares sobresale la comandada por el General Benjamín Victorica en el año 1884, debido a su carácter masivo, sistemático y violento. Así como la encabezada el Coronel Enrique Rostagno en 1911 y que conllevaría la instauración de un control estatal sobre el territorio. Se buscaría la desarticulación del tradicional modo de vida de los chaqueños. Para lograrlo, las llamadas reducciones ejercieron un rol de suma relevancia. Ellas fueron instauradas en Chaco en la década de 1910. Más adelante desandaremos aspectos particulares de estos dispositivos pero antes hay que decir que la instauración de las mismas se enmarcaba en un cambio discursivo que buscaba imponer en el imaginario social de la región que el indígena podía dejar de ser una “amenaza para el proceso civilizatorio” y que podía ser “reducido”.
Dentro de las transformaciones en el espacio, en las formas de vivir, se gestaba una trasformación socio-productiva, las tierras serían privatizadas, se fomentaría la instalación de colonos “blancos” y la explotación agrícola, puntualmente la algodonera, debido a que para la década de 1920 su precio se encontraba en alza. En las explotaciones los indígenas aportarían la mano de obra. El sistema de reducciones de la región se estructuraría en torno a cuatro colonias, una de las cuales era Napalpí. Las reducciones tenían diversas funciones; materiales -ya que eran empresas con fines de lucro- donde los indígenas trabajaban en condiciones de servidumbre y sin derechos laborales; funciones educativas, ya que se buscaba “disciplinar moralmente” a los indígenas y en las cuales la Iglesia tenía un rol protagónico; de control en un contexto de conquista militar.
Dicho esto, podemos recuperar los sucesos de la Masacre de Napalpí.
En el año 1924 durante la presidencia democrática del radical Marcelo T. de Alvear, el Gobernador del Territorio Nacional del Chaco, Fernando Centeno prohibió la migración temporal de los indígenas que buscaban ir a trabajar a los ingenios de la región salteña, más que nada a partir de la presión de los colonos y de empresarios que no querían perder su mano de obra. Esta situación, en conjunción con las mencionadas malas condiciones laborales, redundaría en un movimiento de protesta en la reducción de Napalpí en pos de lograr mejoras en su situación.
En ese marco comenzaría a proliferar un discurso que retornaba a la idea de un “indio salvaje” con miras a atizar la tensión social y a allanar el camino para la represión, en el cual se hablaba de la necesidad de “defender a los chaqueños” (osea colonos y empresarios) del “malón”. El siguiente paso decanta por sí mismo.
El 19 de julio, la Gendarmería de Línea y la policía local se encontraban movilizadas en el lugar. A partir de allí se acorralaría a miembros de la comunidad Qom y Mocoví y comenzaría un “show del horror”. Una aeronave atacó a la multitud, en paralelo a la acción de los militares en tierra, como bien es señalado por el investigador Pedro Solans en su libro “Crímenes en Sangre”: “el 18 de julio, Centeno dio la orden de proceder con rigor para con los sublevados y en la mañana del 19 de julio de 1924 más de 130 policías y algunos civiles rodearon la reducción aborigen de Napalpí, y con la ayuda de un avión biplano, el ‘Chaco II’, arrojaron sustancias químicas para incendiar la toldería y el monte que los albergaba. Cuando comenzaron a salir hombres, mujeres y niños, desarmados y con las manos en alto, fueron acribillados a balazos. Durante 45 minutos no dejaron descansar las armas, disparando más de 5.000 cartuchos de fusiles Winchester y Mauser”.
Se estima que el total de víctimas fue de unas 423. Hubo personas que fueron fusiladas y empaladas. Tampoco faltaría la violencia sexual ejercida sobre mujeres nativas. Unos 38 niños conseguirían escapar, pero la mitad terminaría muriendo en la intemperie y la otra mitad sería puesta en servidumbre en las ciudades aledañas. Todos los cadáveres fueron enterrados en fosas comunes y los cuerpos de los líderes indígenas exhibidos en la plaza de Quitilipi, una ciudad cercana.
En lo que se refiere a los medios de comunicación uno de los pocos que graficó claramente la situación fue un diario regional llamado El Heraldo del Norte: “Como a las nueve, y sin que los inocentes indígenas hicieran un sólo disparo, como lo prueba el hecho de no haber sido herido ningún hombre ni caballo, hicieron repetidas descargas cerradas y enseguida, en medio del pánico de los indios –más mujeres y niños que hombres– atacaron. Se produjo entonces la más cobarde y feroz carnicería, degollando a los heridos sin respetar sexo ni edad”.
Entre tanto, los medios hegemónicos darían una versión totalmente absurda. Al respecto el 20 de julio el diario La Nación titularía “Los indios de la reducción de Napalpí fueron batidos por la policía montada” y entre algunos hechos destacados la nota menciona la participación de colonos en la masacre. Además el diario “se lamenta que la falta de energía de la policía, o la inexperiencia táctica militar, haya dejado que la mayoría de los indios se dispersara”.
Luego de esto en el mes de septiembre de 1924 se discutió la masacre en la Honorable Cámara de Diputados de la Nación por el lapso de cuatro sesiones. En el recinto reinaría la indiferencia hacia la masacre aunque se destacan las acusaciones del socialismo hacia el gobierno radical del Territorio Nacional del Chaco.
El diputado socialista Francisco Pérez Leirós, basándose en una carta que escribió Lynch Arribalzaga (uno de los principales promotores de la creación de la reducción de Napalpí), denunció el hecho planteando que “los criminales [los policías] se hubieran propuesto eliminar a todos los presentes en la carnicería del 19 de julio para que no pudieran servir de testigos”.
De los debates se desprende la total deshumanización de los pueblos originarios y su asociación con la “barbarie”.
Esto se puede enmarcar como parte del relato hegemónico del suceso, que buscó construir la masacre como una excepcionalidad. Ello implicaría que en la reducción habría cierta normalidad quebrada por los reclamos de los nativos, donde los indígenas serían los iniciadores del conflicto. Una clara transferencia de la culpa hacia las víctimas. Como plantean Mignoli y Musante estos relatos “producen silencios”. Esto en tanto el propio Estado construye un relato, donde los pueblos originarios no son contemplados, ni consultados en modo alguno.
Una fiel expresión de ello son las Memorias del Ministerio del Interior, en las cuales se daba cuenta de lo “exitoso” que era el sistema de reducciones. Respecto de la masacre dirían lo sucesivo: “dicha reducción sufrió grave retroceso […] indígenas traídos de distintos puntos del territorio por agitadores de profesión cometieron desmanes de todo género […] produciendo una total desmoralización con grave detrimento para la disciplina, el orden y la autoridad de la Reducción”. No hay mucho que agregar a ese comentario. En todo caso se entiende que el expediente judicial generado se denominara “Sublevación Indígena en la Reducción de Napalpí”, que estuviera atravesado por una investigación irregular, poco seria y lo que puede observarse en la versión oficial. Allí figura una suerte de reseña de ciertas acciones delictivas, de las cuales no se presenta prueba alguna, presunta perpetradas por los nativos de la Reducción de Napalpí y que llevarían irremediablemente a tener que tomar la decisión de usar la fuerza contra ellos.
Entonces la masacre no era algo improvisado, sino una práctica de aniquilamiento de los indígenas desafectos a un plan de disciplinamiento de los pueblos originarios del territorio chaqueño. Y justamente el dispositivo o medio para lograr esa disciplina era la reducción, que funcionaría como campo de concentración. ¿Qué significa esto? Por lo pronto, que las reducciones eran espacios concentracionarios en tanto que aquellos que entraban ya habían sido privados con anterioridad de sus derechos de ciudadanía.
Aquél que entraba a Napalpí en la mayoría de los casos venía siendo perseguido y violentado por las campañas militares contra los indígenas, entrando a la reducción “en las últimas” y en total subalternidad ante las autoridades. El poder en la reducción se ejercía junto con una constante amenaza de uso de la violencia. Era un campo de concentración porque los derechos de quienes lo habitaban eran suspendidos y las reglas del lugar se estructuraban a partir de la ética de los “soberanos de la reducción”, que podían llegar a ser esos mismos militares que los liquidaban en la campiña.
La excepción se volvía regla. En ese marco la acción represiva se construye como algo “necesario”. Donde los interlocutores válidos (colonos blancos) sienten “temores de seguridad” que son contemplados. Por eso, Napalpí era un campo de concentración y por eso la masacre es parte del ciclo largo del genocidio perpetrado a los pueblos originarios, que se gesta en el marco del surgimiento del Estado Nación argentino y que buscaba reorganizar las relaciones sociales, el vínculo de indígenas e instituciones oficiales, donde el indígena movilizado por sus derechos como el de Napalpí no tenía cabida.
Esto es lo que el antropólogo Héctor Trinchero, en su artículo “Las masacres del Olvido”, llama el paradigma racial-nacional que se constituye a partir del estigma de un “otro” donde se configuran ciertas actores legítimos como los colonos blancos y otros carentes de reconocimiento por el Estado; entonces ese “crisol de razas (blancas)” tiene una contrapartida de exclusión que habilita el exterminio. Estas masacres no son “excesos” sino que son funcionales a ese mencionado disciplinamiento y en el cual la “guerra contra el indio” habría solidificado estigmas racistas en el Estado que trascenderían las primeras campañas del desierto a fines del siglo XIX y perdurarían en el siglo XX, sin importar si se tratara de gobiernos oligárquicos o democráticos (como el de Alvear).
Por tanto -y luego de años y años de reclamos de las comunidades damnificadas el veredicto del juicio le otorga no sólo la reparación simbólica a los Qom y Mocovíes sino como plantean las antropólogas Claudia Villareal y Greca Verónica en su artículo “Interculturalidad, memorias y experiencias educativas” el catapultar su interpretación de la historia, la cual nunca fue considerada, lo que constituye una lucha por sus derechos al igual que contra ese olvido propugnado en los expedientes judiciales, memorias de las instituciones y diarios de gran tirada, como ante ese estigma racista que de alguna forma aún pervive en la actualidad.
Esto con vistas a que nunca más ocurra lo que una de las sobrevivientes de la masacre de Napalpí, Melitona Enrique, relató hace unos años antes de fallecer: “Muchos murieron de los mocovíes, ancianos, jóvenes y jovencitas. Murieron todas nuestras abuelas. Qué se van a enfrentar al arma de fuego. Iban cayendo las ancianas que estaban cantando. Los cuervos no volaron una semana porque estaban comiendo de los cuerpos. No le dejaban entrar a los indígenas ni para mirar donde estaban los muertos”.
Mariano Agüero
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Muy buen artículo. Gracias Mariano
Al contrario Pablo gracias a vos por leerlo